domingo, 30 de octubre de 2016

¿Por qué leer a Lovecraft?

Todo se opone a que leamos a Howard Phillips Lovecraft. Incluso en Estados Unidos, la mayoría de las veces aparece como un curioso autor, curiosísimo sin lugar a dudas, de segunda línea. No tiene la preponderancia canónica de William Faulkner o Ernest Hemingway, paradas obligatorias para los jóvenes críticos y escritores. En Latinoamérica, con los terrores reales a la vuelta de la esquina, es descabellado invocar un monstruo intergaláctico de nombre impronunciable.

Buena parte de los escritores más conocidos fueron razonables y tuvieron influencias oportunas. Incluso a la hora de explorar cauces fantásticos, Gabriel García Márquez acudió a Franz Kafka. Sería muy difícil imaginar al colombiano ofuscado con Cthulhu, menos a Mario Vargas Llosa, ¿quizás a Carlos Fuentes? Jorge Luis Borges, una vez más, es la excepción de las excepciones; escribe un cuento dedicado a la memoria de H. P. L. y luego lo describe como «un parodista involuntario de Poe». La contemporaneidad, a fin a la clasificación posmoderna, se decanta por la prosa de David Foster Wallace, controladora, eficaz, clara y crítica.

No quiero restarle importancia a esa tradición. Pero nuestra obsesión con la realidad inmediata es tal —el adjetivo más conveniente, dadas las referencias, sería «desaforada»—, que leer textos tan ajenos a ella parece una pérdida de tiempo. 

Otros puntos menores obstaculizan la lectura. El más sutil de ellos: el racismo del autor. No podemos pasar una página sin encontrar la palabra «mestizo» o «raza degenerada» como la marca de un hierro candente sobre la piel del esclavo. Es como si nos obligaran a conversar durante dos horas con alguien que se refiere a nosotros con condescendencia y nos recuerda que somos unos desviados o unos hijos de puta. ¿Cómo puede la descendencia de la Malinche soportar tal ignominia?

A ello aunemos los valores puritanos opuestos a nuestro cristianismo, y el repudio del sexo y de la vida que plagan las páginas de Lovecraft. ¿Cómo congeniar eso con la búsqueda despiadada de la felicidad y el placer que alimentan las páginas de Guillermo Cabrera Infante, Andrés Caicedo o Pedro Juan Gutiérrez? En ellos, el deseo y la risa son armas para confrontar las dificultades. ¿Por qué renunciar a esa conquista para ahondar en la fría y pesada atmósfera de Providence?



Recapitulemos. Si diariamente nos topamos con dictadores cegados de poder; guerrillas despiadadas en la profundidad de las selvas; gobiernos corruptos que propagan el hambre y el tráfico de drogas; imperios criminales que fungen de caudillos locales; migraciones bíblicas que enfrentan la ilegalidad por un camino hecho de abismos; guerras intestinas y genocidios; a quién le queda estómago para leer sobre mórbidos seres con rostros de anfibio. Más todavía si recordamos que ante las aspiraciones de igualdad social y libertad —ingredientes ineludibles en buena parte de nuestras expresiones—, el recluso de Providence soltaría la misma risita ridícula con que juzgaba la democracia americana. Ese gesto nos recuerda: estamos condenados a una cotidianidad que se nos escapa.

Quizás por eso mismo los seguidores de Lovecraft siguen multiplicándose. Pululan por las universidades y las tiendas de Magic o fan-fic, ignorando una sociedad que los detesta. La moda de ser nerd es aparente. Nadie quiere ser un verdadero despreciado. Las películas de superhéroes rara vez guardan un mensaje que se aparte de los estándares tradicionales y las búsquedas comunes. Es más, resulta difícil encontrar algo en ellas que supere la moda de los gimnasios, la ropa ajustada y los romances superficiales. Si uno mira con cuidado, nos están vendiendo la misma marginación de siempre disfrazada de tolerancia.

Pero esa tradición será desechada. Por su parte, el mito de Cthulhu se desarrolla con una independencia envidiable. Mientras muchos escritores crean una leyenda en torno a sus existencias, Lovecraft sacrificó la suya. Negó la vida para darle pulso a sus páginas y así gestó un universo nuevo que nos absorbe como un hoyo negro en las profundidades de la galaxia.

Allí está la enseñanza: el horror para crear un espacio nuevo. Detrás del día a día que transcurre con sus aparentes cambios, H. P. Lovecraft nos desnuda la persistencia del miedo; la pulsión honda del terror abismal que, gracias a dios, ignoramos. Si conseguimos obviar sus valores opuestos a los nuestros, descubriremos más de una afinidad.

En sus cuentos, que despliegan una estructura  constante de extrañeza y absorción, nos plantea una vida de superficialidad plana, cada quien encerrado en su aparente normalidad. Debajo de ese tránsito inocuo, se esconde un ser despiadado y primitivo que se propone devorarnos; y asistimos involuntaria pero irremediablemente a sus rituales; su presencia y poder trascienden nuestro entendimiento. Lo detestamos, nos causa asco, pavor, pero, al mismo tiempo, nos cautiva. Aunque nunca lo habíamos notado, los distintos episodios de la historia se ordenan en torno a ese ente que «muerto aguarda soñando».

Esa idea, acerca de que nuestro diario vivir esconde una sujeción atávica a un mal milenario, merece ser considerada. Tal vez hallemos más de una afinidad con nuestros escritores. Ese es, quizás, un buen reflejo de muchos aspectos de nuestra cultura: un ser deforme que repta y acecha el momento preciso para manifestarse. Algo con múltiples expresiones y un mismo principio. Un ente etéreo, trascendente, pero atado a las manifestaciones materiales de la tierra. Un espíritu que se levanta cada cierto tiempo y se apodera de los hombres, los transforma, los supedita a sus necesidades primigenias para, por último, desecharlos como cáscaras vacías.


Imágenes: http://wallpapercave.com/cthulhu-wallpaper