Jorge
Luis Borges ha pasado a la historia, entre muchas otras cosas, por ser un
escritor de literatura fantástica. A los críticos literarios les fascina su
ambigüedad misteriosa que facilita las relaciones con la filosofía y las
reflexiones trascendentales. Esto también sirvió, en algunos casos, para
descalificar su trabajo como mera fantasía y lanzarlo al abismo donde meten a
Lovecraft y a Tolkien. Pero si releemos sus cuentos desde cierta perspectiva
hallaremos la representación de situaciones bastante concretas.
Me
parece difícil revisar «La lotería de Babilonia» sin considerar que Borges
hablaba de su existencia inmediata. Cualquiera que haya vivido en
Latinoamérica, África o la Arabia profunda hará suyas algunas frases del
narrador: «Soy de un país vertiginoso donde la lotería es parte principal de la
realidad». Sin lugar a dudas, otras líneas nos proyectan a las revisiones de la
metafísica más abstracta: «He conocido lo que ignoran los griegos: la
incertidumbre». Pero quien haya transitado un barrio pobre de Bagdad, Ciudad de
México o Medellín, sabrá que sus costumbres están saturadas por el azar; la
bala puede estar a la vuelta de la esquina. En Caracas, a los autobuses les
llaman guillotinas; no sabes cuándo caerá la cuchilla: un día te montas y
llegas en cinco minutos a tu casa; otro, hay tráfico, tardas un par de horas;
si la suerte es adversa, asaltarán a los pasajeros.
La
clasificación de las personas en grupos con poderes sobre los demás, que se
refiere al inicio del relato, es familiar en los ignotos parajes del trópico.
No estoy hablando de los sicarios o las maras; ¿alguna vez han tenido una prima
que salga con un narco? Eso puede ser motivo de dicha y terror al mismo tiempo.
En República Dominicana, a un tiro en la cabeza de una mujer hermosa le llaman
divorcio a la policía. Otras afirmaciones son menos metafóricas: «el escribano
que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir un dato erróneo» y, en
Venezuela, explicaciones con respecto a esa línea sobran. Intenten poner en
orden su documentación oficial en el tercer mundo.
No
quiero decir que Borges sea un escritor realista, así perdería todo el chiste,
¿no? Pero el modo como lo leas cambia la interpretación que hagas de sus
cuentos. Tampoco quiero condenarlo a la estática y directa alegoría porque
estaría signado al aburrimiento o la religión, que muchas veces son la misma
cosa. Parafraseándolo podríamos decir que está haciendo un resumen simbólico de
Argentina, o cualquier nación del Caribe. ¿Cuántos gobiernos o bandas
criminales no se mueven de forma «secreta, gratuita y general», como la
lotería? Cuántas veces no hemos sabido que nuestra condición migratoria o
nuestra identidad nacional están sujetas a la arbitrariedad de la casualidad.
Pero no por la incertidumbre sino porque hay una Compañía detrás de las
fachadas, tejiendo y destejiendo decisiones inapelables.
Esto
condiciona la actitud de los pobladores que adquieren un extraño orgullo por
supeditarse a las hostiles decisiones de la Compañía. Por el contrario, quien
se queje o no acepte con entereza ese sino ridículo es «considerado un
pusilánime, un apocado». En Venezuela hay una tradición literaria en torno a
ese sentimiento, que es como usar la llave de la estética para cerrar el
candado de la cárcel. Para más señas, a uno de sus exponentes más
significativos lo nombraron alto funcionario comunicacional del gobierno. La
Compañía haciendo de las suyas, supongo.
Muchos
equiparan las indagaciones borgianas con los símbolos del laberinto y las
profundidades de la filosofía más densa. Pero en ciertos lugares es fácil
comprender que la urbe es una edificación de confusiones controlada por una
Compañía secreta. Otros tratan de leer en la lotería de Babilonia a Dios o a
las diferentes posturas que existen ante la realidad. También podríamos ver
todo como un tramado muy complejo de orígenes desconocidos. Es evidente que la
vida puede ser «un infinito juego de azares», pero la certeza de que tiene su
origen en una maquinaria milenaria, hereditaria y tradicional es una inquietud
cotidiana, no una metáfora.
Por
supuesto, descifrar el funcionamiento, correr el velo que esconde a la bestia,
contraría las costumbres de Babilonia:
El babilonio no es especulativo. Acata los dictámenes del azar, les entrega su vida, su esperanza, su terror pánico, pero no se le ocurre investigar sus leyes laberínticas, ni las esferas giratorias que lo revelan.